Con especias suaves no se conquista el alma

Hay algo muy español en eso de probar lo ajeno con curiosidad de domingo. Somos un país de cuchara, de pan y tomate, de puchero lento, pero también cada vez más un país que se sienta a la mesa con ganas de entender qué se cuece en otras cocinas. Y si hay una tierra que arrastra mitos, colores, dioses y especias, esa es la India. Tan lejana como hipnótica. Tan potente como, a veces, domesticada cuando aterriza en nuestras cartas. A veces llega a nuestras mesas más por la nostalgia de las rutas de Marco Polo que por el fuego real de sus tandooris.

Buscando los sabores de esa tierra hipnótica acabamos cinco personas en Darchini Indian Cuisine, un restaurante ubicado en el número 140 de la calle Doctor Esquerdo, en Madrid. Local limpio, camareros correctos, nada que reprochar y nada que destacar. La decoración… aquí sí que merece una pausa. Porque sin ser un templo de la exuberancia, tiene algo. Un ambiente íntimo, cálido, con una luz que parece pensada para que el pollo se vea más fotogénico. Las paredes están cubiertas de ilustraciones vegetales en tonos oscuros, algo así como un bosque hindú pintado con moderación. Cerca de la entrada te recibe un pequeño jardín vertical, algo de vegetación colgante, y una estatua dorada de Buda que te observa sin juzgar. Del techo caen colgantes ornamentales con cuentas de colores, como si un collar hubiera explotado elegantemente en cámara lenta. No hay ventanas, lo que contribuye a esa sensación de recogimiento. Es un espacio cerrado, sin distracciones, donde la luz entra sólo por la puerta, como si hasta el sol tuviera que pedir mesa.

Éramos cinco bocas hambrientas y empezamos con ganas, claro: mientras esperábamos nos ofrecieron las clásicas tortas de pan de lenteja con sus tres salsas de rigor. La de menta refrescaba con timidez, la de miel era dulzona sin empalagar y la picante… era simplemente roja, porque de picante tenía poco, era como un “quiero pero no puedo”. Pero bueno, algo es algo, y el gesto se agradece.

Pedimos entrantes variados para picar:

– Cebolla bhaji, esa fritura de cebolla especiada que suele ser crujiente por fuera y jugosa por dentro, aquí llegó un tanto blanda, con más aceite que carácter. Yo diría que era un simulacro de tempura.

Chicken pakora, tiras de pollo rebozadas en harina de garbanzo, cuyo empanado tenía buen punto de sabor, pero algo aceitosas y con trozos de pollo más secos de lo deseado. Mi hijo sugirió que estarían mejor con un poco de mahonesa o kétchup. El resto de comensales apoyamos la propuesta entre sonrisas.

– Samosas de verduras, pequeñas empanadillas de masa fina rellenas de patata y guisantes, bien fritas, bien cerradas, con ese toque especiado que, sin sorprender, al menos mantuvo el tipo y fue lo mejor del arranque.

Después de este primer asalto, abordamos el segundo tiempo con más entusiasmo. Estábamos como ese novio en la noche de bodas, ansioso por lo que está por llegar. Para no meter la pata, decidimos atacar al pollo. Así que pedimos diferentes platos con ese pobre animal como único artista. Cada plato intentaba contar algo distinto, aunque no todos lograron hacerse oír.

– Pollo tikka masala: se supone que es la joya de la corona, aunque la salsa, sin embargo, tenía una textura líquida, más cercana a una sopa que a una crema intensa. El sabor, suave como la música de ascensor. ¡Ni rastro de ese sabor intenso y especiado que uno espera! La sensación fue como un “coitus interruptus”.

– Pollo korma: una propuesta dulce y cremosa, donde el coco y las almendras se asomaron tímidamente. Demasiado azucarado para mi gusto. El cocinero debe usar menos el azucarero.

– Pollo mango: su nombre promete un viaje tropical, pero nos dejó varados en una confitura confusa, espesa como un lunes por la mañana cuando te levantas tras un fin de semana de marcha.

– Pollo vindaloo: el color rojizo prometía fuego, pero el sabor resultó apagado, creo que el picante se puso de huelga ese día porque no le estaban pagando según convenio. Además, algunos trozos estaban secos y fibrosos.

Los arroces, otro de los alimentos más icónicos de Asia:

– Arroz pilaw: cocción correcta, grano suelto, pero sin pasión. Como un actor de reparto que sabe su texto pero no brilla.

– El pashwari naan, pan con frutos secos, fue de lo mejorcito: dulce, tierno, ligeramente crujiente en los bordes.

Y qué decir de los postres. Ay Señor, llévame pronto… reconozco que estos no son lo fuerte de este restaurante.

– Tarta de zanahoria: una papilla de zanahoria rallada caliente con nata encima. Cuando metía la cuchara en la boca, me recordaba a esos potitos que le daba a mi hijo cuando era bebé. De hecho, dejé la mitad.

– Mango lassi: es una especie de batido de mango. Pero aquí se le fue la mano al cocinero, estaba excesivamente dulce. Por favor, controlen el azúcar que la diabetes va a campar a sus anchas por el restaurante.

– Helado de mango: simplemente trozos de mango congelado. Quizás el idioma nos jugó una mala pasada, en castellano, helado de mango y mango helado no es lo mismo. Así que se lo deben hacer mirar.

La cuenta ascendió a 158 euros con un 50% de descuento en los platos. Sin descuento, habría dolido más que un tacto rectal.

En resumen: Darchini es un sitio para probar si estás por la zona. Cumple con lo justo, sin sorpresas ni emociones. Es comida india suavizada, domesticada, como si en lugar de especias trajeran la versión light de las mismas.

Puntuación emocional:  Sin pena ni gloria.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *